Estas notas han sido preparadas con el único propósito de promover la reflexión y la opinión crítica de los lectores de Voces sobre la racionalidad práctico-moral del comportamiento político de los gobernantes en el mundo occidental, en una situación de crisis sanitaria mundial como la actual. Por ello, nos limitaremos – después de una introducción al tema del “poder político” – a presentar los comentarios de algunos intelectuales contemporáneos sobre los textos escritos en 1513 – hace más de seis siglos – por uno de los primeros pensadores que trataron el tema de los conflictos entre el poder político y la moral: Nicolás Maquiavelo; comentarios que se acompañan de la transcripción de tres capítulos de su máxima obra El Príncipe.

INTRODUCCIÓN AL TEMA

El concepto de “Estado” puede ser definido como: una organización social constituida en un territorio propio, con fuerza para mantenerse en él e imponer dentro de él un poder supremo de ordenación y de imperio, poder ejercido por aquel elemento social que en cada momento asume la mayor fuerza política. Otra definición del concepto, más exigente, es la siguiente: una forma de organización social, económica, política, soberana y coercitiva, formada por un conjunto de instituciones, que tiene el poder político de regular la vida nacional en un territorio determinado. Sus elementos básicos son la Nación (el Pueblo), el Gobierno, el Territorio y la Soberanía. El Gobierno ejerce el Poder Público por delegación del Pueblo, por lo menos de acuerdo con normas constitucionales democráticas.

El politólogo peruano Alberto Vergara diferencia la “razón de Estado” de la “razón nacional”. La primera, plantea que el Estado es una institución burocratizada que monopoliza la violencia (coerción) en un territorio determinado, sus acciones son legítimas si buscan resguardar o ampliar tal condición frente a poderes al interior de sus fronteras o fuera del Estado, con el fin de autopreservarse; sin que justificaciones de otro tipo – democráticas, morales o económicas – opaque la razón de Estado. De manera distinta, la “razón nacional” plantea que la acción estatal solo se legitima cuando es aceptada consensualmente, es decir si cuenta con la aceptación popular suficiente

“La nación (en un régimen republicano) se convierte en el componente esencial indispensable de un orden público “legítimo”… es una comunidad que, hermanada desde algún centro de gravedad sentimental comparten pasado y futuro. Y a esta dimensión sentimental se agrega su carácter activo (…) es el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo (…) En resumen, la población inorgánica y pasiva que habitaba el Estado a inicios de la modernidad deviene nación, es decir, una colectividad simultáneamente fraterna y activa” (A. Vergara, 2020, p. 14).

Por otra parte, el filósofo español Enrique Bonete nos informa, en su libro Poder político: límites y corrupción (2014), que los pensadores más relevantes de la historia de la filosofía política (desde Platón hasta Rawls y Habermas) han reflexionado de modo reiterado sobre las exigencias morales que comporta el “buen gobierno”, es decir el  ejercicio apropiado y proporcionado del poder político. Para ello,  presenta y comenta textos seleccionados de obras que han escrito 43 de esos pensadores sobre los límites” (éticos, jurídicos, religiosos, constitucionales, so­cia­les) que regulan el ejercicio de este  poder político, tendente tantas veces a la tiranía y a la corrupción en el transcurso de la historia humana. Los contenidos de algunos de los más antiguos de los os textos seleccionados y comentados en ese libro – entre ellos, los tres de Maquiavelo que se incluyen en estas notas –   resultan de sorprendente actualidad, no obstante haber sido escritos  en épocas lejanas.

MAQUIAVELO Y SU ENFOQUE DEL PODER

De acuerdo al historiador J. Spielvogel, nadie ha expresado mejor la preocupación renacentista por el poder político que Nicolás Maquiavelo (1469-1527). En el año 1498 entró al servicio de la República de Florencia, cuatro años después que la familia Medici fuera expulsada de la ciudad. Como secretario del Consejo Florentino de Diez, llevó a cabo numerosas misiones diplomáticas, incluyendo viajes a Francia y Germania y observó directamente el funcionamiento del arte de gobernar. En el año1512, la derrota francesa y la victoria española llevaron a un restablecimiento del poder de los Medici en Florencia. Los republicanos más notables, entre ellos Maquiavelo, fueron exilados. Forzado a dejar la política, Maquiavelo reflexiona sobre el poder político y escribe libros, incluyendo El Príncipe (1513), uno de los tratados más famosos acerca del poder político en el mundo occidental.

En el medioevo tardío, el lado ético de la actividad de un príncipe – cómo debía comportarse un gobernante según los principios morales aristotélicos y cristianos – fue el centro de los tratados de política sustentados en el pensamiento teológico medieval. Los teóricos de esa época creían que a un gobernante se le justificaba el ejercicio del poder político únicamente si contribuía al bien común, a partir de esos principios, del pueblo al que servía. Maquiavelo en abierta confrontación con ese pensamiento se ubicó entre los primeros intelectuales en denunciar las limitaciones de la moralidad para constituirse en la base del análisis de la rectitud de la acción política. Inaugurando, con El Príncipe y Los Discursos sobre Tito Livio, la ciencia y la filosofía política moderna.

Si para los teóricos del siglo XIII la política es la ciencia del gobierno de la ciudad y para esta ciencia es necesaria la prudencia, entonces la auténtica rectitud del saber práctico se encamina virtuosamente a la felicidad pública y al bien común. Solo a partir del Renacimiento, con la ruptura frente al pensamiento aristotélico y ayudado por la reforma protestante, la política pasó a verse a sí misma como las razones eficientes de un Estado para lograr determinados fines. El fin de la política no es ya el bien común del pueblo, sino el fortalecimiento del Estado mismo. La práctica, los resultados, los medios políticos para lograr determinados fines que garanticen la gobernabilidad del Estado, es el cambio de eje dado en la Modernidad.

Desde el punto de vista de Maquiavelo, la actitud de un príncipe hacia el poder debía estar basada en el entendimiento de la naturaleza humana, la cual percibía como esencialmente egocéntrica: “De los hombres uno puede decir en general lo siguiente: son desagradecidos, inconstantes, falaces e impostores, evitan el peligro y ansían ganar”. De tal manera que la acción política, en su opinión, no puede ser restringida por consideraciones morales o cristianas. Para que el príncipe pueda ejercer el poder político con eficacia, éste debe ser emprendido con las leyes, como un hombre, pero también con la fuerza, como una “bestia”. El príncipe, para ser un buen gobernante, ha de aprender a utilizar las dos formas de gobierno, porque uno sin el otro no es duradero. Ha de ser “zorro” (conocedor de las trampas) y “león” (valiente para asustar) ; es decir capaz de utilizar la astucia como la fuerza para alcanzar o mantenerse en el poder. Actuar como una “bestia” no sería necesario si todos los hombres fueran buenos: pero no es ésta la realidad; por ello, el príncipe ha de saber actuar de modo contundente, conociendo cuales son los medios más eficaces podrá mantenerse en el poder a pesar de las maldades de los hombres. Maquiavelo encontró un buen ejemplo de este tipo de gobernante en César Borgia, quien utilizaba medidas crueles para lograr su propósito de forjar un Estado en la Italia Central.

Si bien en Maquiavelo no existe el término “razón de Estado”, sí se puede extraer de él esta noción al convertir al Príncipe en un modelo de conducción política que utiliza el poder para velar por los intereses del Estado supeditando, de esta manera, la religión y la moralidad a la política. Según el pensador florentino existen, en el contexto renacentista, dos modos de defenderse: el que utiliza las leyes y el que utiliza la fuerza. Uno es propio de los hombres y el otro propio de las bestias. Y a continuación, sostiene que el hombre necesita de ambos, porque si sólo observara las leyes, se mostraría débil y perdería el poder, y si sólo recurre a la violencia, se convertiría en un ser despreciado por su pueblo y el peligro es otro.

A partir de esas ideas, Maquiavelo muestra al gobernante: “el arte de conquistar el poder”, al que identifica como el Estado. El bien común radica, entonces, en el poder y en la fuerza del Estado, y no puede subordinarse en ningún caso a fines particulares, por muy sublimes que se consideren. El Estado, en Maquiavelo, es el gran articulador de las relaciones sociales para garantizar que los hombres vivan en libertad a través de sus leyes. Todo lo que atente contra el bien común, entendido de esa manera, debe ser rechazado y por ello “la astucia, la hábil ocultación de los designios, el uso de la fuerza, el engaño, adquieren categoría de medios lícitos si los fines están guiados por el idea del bien común, noción que encierra (ahora) la idea de patriotismo, por una parte, pero también las anticipaciones de la moderna razón de Estado”.

Además, Maquiavelo nos advierte que el príncipe antes de ser gobernante ha sido hombre del pueblo (ciudadano), y como todos los hombres es malvado, egoísta, voluble, pero ha sabido, en el momento adecuado, adaptarse a la situación que el pueblo exigía para erigirlo como su líder y, por ende, dejar de ser un simple ciudadano. El hombre del pueblo es “libre” de actuar en función a sus propias necesidades, y por eso puede ser juzgado por su grado de sociabilidad y sus virtudes cívicas. Sin embargo, el gobernante está atado a la exigencia pública de una forma de comportamiento muy estricta, de la cual no le está permitido salirse. De acuerdo a esta exigencia el príncipe debe actuar siempre en beneficio del Estado y por el bienestar de éste y, por tal razón, debe estar dispuesto a hacer lo correcto si puede; pero también debe estar preparado para hacer lo incorrecto si es necesario.

“Doy por supuesto que un Príncipe, y en especial un Príncipe nuevo, no puede practicar todas las virtudes; porque muchas veces le obliga el interés de su conservación a violar las leyes de la humanidad, y las de la caridad y la religión; debiendo ser flexible para acomodarse a las circunstancias en que se pueda hallar. En una palabra, tan útil le es perseverar en el bien cuando no hay inconveniente, como saber desviarse de él cuando el interés (del Estado) así lo exige”. (Maquiavelo, 1513).

La “razón de Estado”, concepto tan preciado y recurrente en la ciencia política moderna y en el ejercicio del poder por siglos, es antes que nada en Maquiavelo la relación entre el bien y el mal. Sabe, como varios siglos después lo expone el propio Weber, que un gobernante debe combinar las leyes con la fuerza, que el Estado mismo debe ser el monopolio legítimo de la fuerza y que el gobernante se verá obligado, en tanto Estado, a usar “la bestia y el hombre”. Aquí Maquiavelo no hace sino exponer para la historia una de las características de todo Estado: la fuerza y el consenso. Es categórico en que el gobernante no puede exponer solo sus virtudes sino también la fuerza, pero destaca que no puede ser considerada una virtud “matar a ciudadanos, traicionar a amigos, ser infiel, sin piedad, sin religión”. Maquiavelo, resalta al mismo tiempo la diferencia entre tirano y príncipe, considerando tirano al que gobierna en beneficio propio y Príncipe el que lo hace buscando los intereses del Estado y de la colectividad. Por eso aconseja la violencia, la crueldad, pero solo en la medida en la que sean necesarias para defender el bien común.

La operación teórica que cumple Maquiavelo en sus escritos es aquella de delinear las características específicas y técnicas de una nueva forma de ejercer el poder público que se expresa en la formación de un Estado laico, dotado de autonomía y vida propia y donde la política gubernamental juega el rol de sostener y conservar el poder. Es una teoría del Estado, es decir de las formas de organización que permiten al hombre, venciendo su egoísmo instintivo, vivir en sociedad, vivir sin que “el bueno pueda ser aplastado por el malo”. Solo en esta forma, se logra el bien común, y todo lo que atente contra él puede ser rechazado; siendo, en consecuencia, cualquier medio lícito: “El fin justifica los medios”.

En los comentarios que el filósofo León Strauss hace específicamente de las ideas de Maquiavelo sobre el bien común creemos conveniente, para los fines de estas notas, destacar el siguiente párrafo de su libro ¿Qué es la política?:

“En otras palabras, no podemos definir el bien de la sociedad: el bien común, en términos de virtud sino que tenemos que definirlo en términos del bien común. Es esta comprensión de la virtud la que determina, de hecho, la vida de las sociedades. Estos objetivos son los siguientes: la libertad respecto a la dominación extranjera, la estabilidad o gobierno de la ley, la prosperidad, la gloria o el imperio. La virtud, en el sentido efectivo de la palabra, es la suma de los hábitos requeridos para lograr este fin. Es este fin y solo este fin, lo que hace que nuestras acciones sean virtuosas. Todo lo hecho eficazmente en aras de este fin es bueno. Este fin justifica todos los medios. La virtud no es más que la virtud cívica, el patriotismo o la dedicación al egoísmo colectivo” (L. Strauss, 1959)

Maquiavelo es siempre coherente con su idea de la autonomía de la política. Deja de lado las utopías políticas, como la del idealismo platónico, para teorizar sobre un nuevo modelo de política más realista y aplicable a los gobiernos de su época. Lo que son, no lo que debieran ser. Por ello, él cree que un príncipe ha de ser “amado y temido” y alaba la virtud de los gobernantes que son crueles con unos pocos y así mantienen el Estado, mientras que critica a los pueblos y príncipes crédulos que son buenos y dejan que sus enemigos destruyan una parte de su patria, seguros de que así la sed de conquista de sus enemigos se saciará.

En resumen, el interés de Maquiavelo se centra, a través de toda su obra, en la política como “arte de conquistar el poder”, pero también de mantenerlo y para ello le dice al príncipe que la “mejor fortaleza de un gobernante es no ser odiado por el pueblo”. Un príncipe sabio, dice Maquiavelo, debe pensar y actuar en modo de que sus ciudadanos siempre y en todo momento tengan necesidad del Estado, de él que lo encarna y así obtendrá la lealtad. El príncipe, por tanto, en el uso de esta dualidad de todo poder convertido en Estado debe “ser amado y temido” y si no conquista el amor al menos debe ahuyentar el odio. Por tanto, el príncipe no puede ser cruel ni actuar al margen de sus propias leyes, debe combinar virtuosamente la fuerza, la crueldad solo si es necesaria, con la benevolencia que no lo muestre débil.

TRANSCRIPCIÓN DE TRES CAPÍTULOS DE EL PRÍNCIPE

Capitulo XV: De aquellas cosas por las cuales los hombre y especialmente los príncipes, son alabados o censurados

Nos queda ahora por analizar cómo debe comportarse un príncipe en el trato con súbditos y amigos. Y porque sé que muchos han escrito sobre el tema, me pregunto, al escribir ahora yo, si no seré tachado de presuntuoso, sobre todo al comprobar que en esta materia me aparto de sus opiniones. Pero siendo mi propósito escribir cosa útil para quien la entiende, me ha parecido más conveniente ir tras la verdad efectiva de la cosa que tras su apariencia. Porque muchos se han imaginado como existentes de veras a repúblicas y principados que nunca han sido vistos ni conocidos; porque hay tanta diferencia entre cómo se vive y cómo se debería vivir, que aquel que deja lo que se hace por lo que debería hacerse marcha a su ruina en vez de beneficiarse, pues un hombre que en todas partes quiera hacer profesión de bueno es inevitable que se pierda entre tantos que no lo son. Por lo cual es necesario que todo príncipe que quiera mantenerse aprenda a no ser bueno, y a practicarlo o no de acuerdo con la necesidad.

Dejando, pues, a un lado las fantasías, y preocupándonos sólo de las cosas reales, digo que todos los hombres, cuando se habla de ellos, y en particular los príncipes, por ocupar posiciones más elevadas, son juzgados por algunas de estas cualidades que les valen o censura o elogio. Uno es llamado pródigo, otro tacaño (y empleo un término toscano, porque “avaro”, en nuestra lengua, es también el que tiende a enriquecerse por medio de la rapiña, mientras que llamamos “tacaño” al que se abstiene demasiado de gastar lo suyo); uno es considerado dadivoso, otro rapaz; uno cruel, otro clemente; uno traidor, otro leal; uno afeminado y pusilánime, otro decidido y animoso; uno humano, otro soberbio; uno lascivo, otro casto; uno sincero, otro astuto; uno duro, otro débil; uno grave, otro, frívolo; uno religioso, otro incrédulo, y así sucesivamente. Sé que no habría nadie que no opinase que sería cosa muy loable que, de entre todas las cualidades nombradas, un príncipe poseyese las que son consideradas buenas; pero como no es posible poseerlas todas, ni observarlas siempre, porque la naturaleza humana no lo consiente, le es preciso ser tan cuerdo que sepa evitar la vergüenza de aquellas que le significarían la pérdida del Estado, y, sí puede, aun de las que no se lo harían perder; pero si no puede no debe preocuparse gran cosa, y mucho menos de incurrir en la infamia de vicios sin los cuales difícilmente podría salvar el Estado, porque si consideramos esto con frialdad, hallaremos que, a veces, lo que parece virtud es causa de ruina, y lo que parece vicio sólo acaba por traer el bienestar y la seguridad.

Capítulo XVII: De la crueldad y la clemencia: y si es mejor ser amado que temido, o ser temido que amado

Paso a las otras cualidades ya cimentadas y declaro que todos los príncipes deben desear ser tenidos por clementes y no por crueles. Y, sin embargo, deben cuidarse de emplear mal esta clemencia, César Borgia era considerado cruel, pese a lo cual fue su crueldad la que impuso el orden en la Romaña, la que logró su unión y la que la volvió a la paz y a la fe. Que, si se examina bien, se verá que Borgia fue mucho más clemente que el pueblo florentino, que para evitar ser tachado de cruel, dejó destruir a Pistoya. Por lo tanto, un príncipe no debe preocuparse porque lo acusen de cruel, siempre y cuando su crueldad tenga por objeto el mantener unidos y fieles a los súbditos; porque con pocos castigos ejemplares será más clemente que aquellos que, por excesiva clemencia, dejan multiplicar los desórdenes, causas de matanzas y saqueos que perjudican a toda una población, mientras que las medidas extremas adoptadas por cl príncipe sólo van en contra de uno. Y es sobre todo un príncipe nuevo el que no debe evitar los actos de crueldad, pues toda nueva dominación trae consigo infinidad de peligros. Así se explica que Virgilio ponga en boca de Dido: Res dura et regni novitas me talia (cogunt Moliri, et late fines custode tueri.

Sin embargo, debe ser cauto en el creer y el obrar, no tener miedo de sí mismo y proceder con moderación, prudencia y humanidad, de modo que una excesiva confianza no lo vuelva imprudente, y una desconfianza exagerada, intolerable.

Surge de esto una cuestión: si vale más ser amado que temido, o temido que amado. Nada mejor que ser ambas cosas a la vez; pero puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha de faltar una, declaro que es más seguro ser temido que amado. Porque de la generalidad de los hombres se puede decir esto: que son ingratos, volubles, simuladores, cobardes ante el peligro y ávidos de lucro. Mientras les haces bien, son completamente tuyos: te ofrecen su sangre, sus bienes, su vida y sus hijos, pues – como antes expliqué – ninguna necesidad tienes de ello; pero cuando la necesidad se presenta se rebelan. Y el príncipe que ha descansado por entero en su palabra va a la ruina al no haber tomado otras providencias; porque las amistades que se adquieren con el dinero y no con !a altura y nobleza de alma son amistades merecidas, pero de las cuales no se dispone, y llegada la oportunidad no se las puede utilizar. Y los hombres tienen menos cuidado en ofender a uno que se haga amar que a uno que se haga temer; porque el amor es un vínculo de gratitud que los hombres, perversos por naturaleza, rompen cada vez que pueden beneficiarse; pero el temor es miedo al castigo que no se pierde nunca. No obstante lo cual, el príncipe debe hacerse temer de modo que, si no se granjea el amor, evite el odio, pues no es imposible ser a la vez temido y no odiado; y para ello bastará que se abstenga de apoderarse de los bienes y de las mujeres de sus ciudadanos y súbditos, y que no proceda contra la vida de alguien sino cuando hay justificación conveniente y motivo manifiesto; pero sobre todo abstenerse de los bienes ajenos, porque los hombres olvidan antes la muerte del padre que la pérdida del patrimonio. Luego, nunca faltan excusas para despojar a los demás de sus bienes, y el que empieza a vivir de la rapiña siempre encuentra pretextos para apoderarse de lo ajeno, y, por el contrario, para quitar la vida, son más raros y desaparezcan con más rapidez (…) Volviendo a la cuestión de ser amado o temido, concluyo que, como el amar depende de la voluntad de los hombres y el temer de la voluntad del príncipe, un príncipe prudente debe apoyarse en lo suyo y no en lo ajeno, pero, como he dicho, tratando siempre de evitar el odio.

Capitulo XVIII: De que modo los príncipes deben cumplir sus promesas

Nadie deja de comprender cuán digno de alabanza es el príncipe que cumple la palabra dada, que obra con rectitud y no con doblez; pero la experiencia nos demuestra, por lo que sucede en nuestros tiempos, que son precisamente los príncipes que han hecho menos caso de la fe jurada, envuelto a los demás con su astucia y reído de los que han confiado en su lealtad, los únicos que han realizado grandes empresas.

Digamos primero que hay dos maneras de combatir: una, con las leyes; otra, con la fuerza. La primera es distintiva del hombre; la segunda, de la bestia. Pero como a menudo la primera no basta, es forzoso recurrir a la segunda. Un príncipe debe saber entonces comportarse como bestia y como hombre. Esto es lo que los antiguos escritores enseñaron a los príncipes de un modo velado cuando dijeron que Aquiles y muchos otros de los príncipes antiguos fueron confiados al centauro Quirón para que los criara y educase. Lo cual significa que, como el preceptor es mitad bestia y mitad hombre, un príncipe debe saber emplear las cualidades de ambas naturalezas, y que una no puede durar mucho tiempo sin la otra. De manera que, ya que se ve obligado a comportarse como bestia, conviene que el príncipe se transforma en zorro y en león, porque el 1eón no sabe protegerse de las trampas ni el zorro protegerse de los lobos. Hay, pues, que ser zorro para conocer las trampas y león para espantar a los lobos. Los que sólo se sirven de las cualidades del león demuestran poca experiencia. Por lo tanto, un príncipe prudente no debe observar la fe jurada cuando semejante observancia vaya en contra de sus intereses y cuando hayan desaparecido las razones que le hicieron prometer. Si los hombres fuesen todos buenos, este precepto no sería bueno; pero como son perversos, y no la observarían contigo, tampoco tú debes observarla con ellos. Nunca faltaron a un príncipe razones legitimas para disfrazar la inobservancia. Se podrían citar innumerables ejemplos modernos de tratados de paz y promesas vueltos inútiles por la infidelidad de los príncipes. Que el que mejor ha sabido ser zorro, ése ha triunfado. Pero hay que saber disfrazarse bien y ser hábil en fingir y en disimular. Los hombres son tan simples y de tal manera obedecen a las necesidades del momento, que aquel que engaña encontrará siempre quien se deje engañar.

No quiero callar uno de los ejemplos contemporáneos. Alejandro VI nunca hizo ni pensó en otra cosa que en engañar a los hombres, y siempre halló oportunidad para hacerlo. Jamás hubo hombre que prometiese con mi desparpajo ni que hiciera tantos juramentos sin cumplir ninguno; y, sin embargo, los engaños siempre le salieron a pedir de boca, porque conocía bien esta parte del mundo.

No es preciso que un príncipe posea todas las virtudes citadas, pero es indispensable que aparente poseerlas. Y hasta me atreveré a decir esto: que el tenerlas y practicarlas siempre es perjudicial, y el aparentar tenerlas, útil. Está bien mostrarse piadoso, fiel, humano, recto y religioso, y asimismo serlo efectivamente; pero se debe estar dispuesto a irse al otro extremo si ello fuera necesario. Y ha de tenerse presente que un príncipe, y sobre todo un príncipe nuevo, no puede observar todas las cosas gracias a las cuales los hombres son considerados buenos, porque, a menudo, para conservarse en el poder, se ve arrastrado a obrar contra la fe, la caridad, la humanidad y la religión. Es preciso, pues, que tenga una inteligencia capaz de adaptarse a todas las circunstancias, y que, como he dicho antes, no se aparte del bien mientras pueda, pero que, en caso de necesidad, no titubee en entrar en el mal.

Por todo esto un príncipe debe tener muchísimo cuidado de que no le brote nunca de los labios algo que no esté empapado de las cinco virtudes citadas, y de que, al verlo y oírlo, parezca la clemencia, la fe, la rectitud y la religión mismas, sobre todo esta última. Pues los hombres, en general, juzgan más con los ojos que con las manos, porque todos pueden ver, pero pocos tocar. Todos ven lo que pareces ser, mas pocos saben lo que eres; y estos pocos no se atreven a oponerse a la opinión de la mayoría, que se escuda detrás de la majestad del Estado. Y en las acciones de los hombres, y particularmente de los príncipes, donde no hay apelación posible, se atiende a los resultados. Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar el Estado, que los medios siempre serán honorables y loados por todos; porque el vulgo se deja engañar por las apariencias y por el éxito; y en el mundo sólo hay vulgo, ya que las minorías no cuentan sino cuando las mayorías no tienen donde apoyarse. Un príncipe de estos tiempos, a quien no es oportuno nombrar, jamás predica otra cosa que concordia y buena fe; y es enemigo acérrimo de ambas, ya que, si las hubiese observado, habría perdido más de una vez la fama y las tierras.

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REFERENCIAS

  • Bonete Perales, Enrique. Poder político: límite y corrupción. Primera Edición. Madrid: Ediciones Cátedra (Grupo Anaya), 2014.
  • Maquiavelo, Nicolás. El Príncipe. Santiago de Chile: Editorial Universidad Católica. s/f.
  • Spielvogel Jackson J. EL renacimiento intelectual en Italia . En: Historia Universal Civilización del Occidente. Tomo 1. Séptima Edición. México, D.F. Cengage Learning Editores; 2010; pp. 348-350.
  • Strauss, Leo. ¿Qué es filosofía política? Primera Edición (1959). Madrid: Ediciones Guadarrama; 1970.
  • Vergara, A. Opinión: De la razón de Estado a la razón nacional”. Diario El Comercio, 26 de abril de 2020, secc.A3