Me formé como historiador “puro y duro” a comienzos del S. XXI. Sin embargo, desde hace mas de diez años soy profesor en una facultad de medicina, donde me he dado con la importancia y la urgencia que se da a la formación del médico en ciencias sociales y humanidades a través de toda su carrera, siguiendo la tradición de la medicina social. De hecho, ese es el nombre de mi departamento, que incluye veinte colegas médicos, antropólogos, sociólogos, epidemiólogos, expertos en bioética y un solo, pero bien acompañado, historiador.

La medicina social, como orientación filosófica y metodológica, ha sido parte de la profesión desde mediados del S. XIX. Rudolf Virchow, médico, antropólogo, y político alemán, dejó sucintas declaraciones en 1848 sobre las causas de una epidemia de tifo en Silesia (parte de Polonia hoy en día) que, a su juicio, iban más allá de la presencia de una bacteria. La pobreza de la región, la poca oferta educativa, la falta organización civil locales y la escasa capacidad de respuesta gubernamental en su conjunto habían determinado la magnitud de la epidemia y las dificultades para hacerle frente. Visto de otra forma, ninguna herramienta técnica, por sí sola, estaría destinada a mejorar la salud en Silesia, a entender de Virchow. Había que atreverse a intervenir en esferas diferentes de la vida en sociedad, donde las relaciones políticas y las interpersonales tienen tanto peso como los resultados de un examen de sangre. Las perspectivas y las herramientas de las humanidades y las ciencias sociales son determinantes aquí, para entender cómo es que la salud, la enfermedad, las instituciones y tecnologías médicas y el mismo trabajo clínico ocurren en un contexto denso de cultura y política, que le dan forma a nuestras ideas, acciones, reacciones y oportunidades.

Me encantaría decir que lo que propongo es original, pero dista mucho de serlo. En América Latina, la medicina social encontró nidos afines en el sanitarismo y la saúde coletiva de los años 30. A los Estados Unidos, llegó importada del África a comienzos de los años 60, un momento clave de movilización social contestataria. A la par que mujeres, Afro-descendientes y activistas de minorías sexuales demandaban respeto a su dignidad y sus derechos, grupos de médicos se pusieron de parte de comunidades cuyas necesidades básicas de salud no recibían atención desde hacía generaciones. El racismo, la pobreza y la ubicación geográfica de estas comunidades había vuelto invisibles y casi normales sus problemas de salud: mortalidad materno-infantil, bajas tasas de vacunación y desnutrición, entre otros. Médicos como Jack Geiger, que acaba de fallecer, lideraron iniciativas de atención primaria tanto en el sur rural como en las zonas urbanas mas olvidadas del país, haciendo suyas las lecciones de maestros sudafricanos que Geiger conoció al viajar, como Sidney y Emily Kark. Una de las lecciones clave: ¿sabes dónde estás? Si uno no comprende la historia, las costumbres, los recursos o las formas en que el poder local circula, ¿qué esperanza tienen las intervenciones clínicas de dejar una buena impresión al paciente, o de mejorar la salud pública, o de controlar el costo de los recursos necesarios, o de inculcar al trabajador de salud el sentimiento de que su trabajo vale la pena y le debe enorgullecer? Nada de esto se aprende sin volverse un estudiante de la política, la economía y la cultura.

Promover este tipo de pedagogía me es cómodo en una facultad de medicina en un país con recursos, donde un curso de medicina social, que yo dirijo, ha sido obligatorio para todos los estudiantes de primer año desde 1978; y donde hay, además, cursos electivos en materias más especializadas, como la historia de la medicina o el nexo encarcelamiento/salud o la ética en la investigación biomédica. Pero hacer lo mismo no es fácil en todos lados. Hace poco fui invitado a la Facultad de Medicina de la Universidad Pekín, una de las más grandes de China, para adaptar nuestro currículo en medicina social a sus necesidades. Dos años mas tarde, el avance está entrampado por conflictos internos relativos a la pérdida de poder que el nuevo currículo acarrearía para los profesores mejor establecidos. No me corresponde criticar lo que pasó, pero me hizo reflexionar sobre las dificultades de la reforma institucional a gran escala. La enseñanza de las humanidades y ciencias sociales no se puede tomar como algo que otros vayan a aceptar como obvio, menos en una carrera como la medicina, en la que el currículo se siente apretujado (¡siempre hay algo más que aprender!) y en la que las ciencias exactas (con ese afán por dar con una sola respuesta correcta) dominan los primeros años. Cualquier cambio curricular siempre afecta a otras partes, y la pregunta “¿por qué a esta materia sí se le da mas espacio y no a aquella?” es justa y necesaria.

En mi propia universidad hemos aprendido que defender nuestro tipo de pedagogía es una labor grupal y constante, no sólo por parte de colegas en mi departamento, sino en otros, sobre todo en Medicina, Psiquiatría, Pediatría, Medicina Familiar y Ginecología. La cercanía de la medicina social a la atención primaria de salud no es ningún accidente. En una universidad como la mía, que se ufana de sus especialistas en atención primaria, descubrimos las sinergias entre la medicina social y estas especialidades casi desde el inicio de la historia de esta facultad en 1952 (¡bastante joven, comparada con San Marcos!)

Hace poco empezamos a considerar cómo expandir la impronta de las humanidades y ciencias sociales más allá de los dos primeros años en mi facultad de medicina. Tradicionalmente, los dos años culminantes de la educación médica en los EE.UU. están llenos de rotaciones en diferentes servicios clínicos, lo que deja muy poco espacio para nuevos emprendimientos. Sin embargo, es en esos años que los estudiantes empiezan a tener experiencias clave que los marcan para siempre: su primer paciente racista, por ejemplo, o su primer error garrafal. Brindarles espacio y herramientas para reflexionar sobre estas experiencias, o para afinar su interés en abogar por causas o poblaciones específicas, es claramente una tarea de la medicina social que se puede lograr con ayuda de las humanidades y ciencias sociales. El trabajo anda en una fase piloto, pero promete, y ahora incluso se vislumbran posibilidades de hacerlo en un par de programas de residencia, porque la consigna que nos anima no ha cambiado desde mediados del S. XIX: las humanidades y las ciencias sociales ayudan al médico a hacer un mejor trabajo, a comprender mejor su rol en la sociedad y a sentirse bien con lo que hace.

Raúl Necochea López es historiador y Profesor Asociado en el Departamento de Medicina Social de la Facultad de Medicina de la Universidad de Carolina del Norte. Ahí dirige el curso Social and Health Systems, una introducción a la medicina social para todos los estudiantes de medicina. Es autor de La Planificación Familiar en el Perú del Siglo XX (IEP y UNFPA, 2016) y editor de Peripheral Nerve: Health and Medicine in Cold War Latin America (con Anne-Emanuelle Birn, Duke University Press, 2020)

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